Del viaje a Marruecos entre los días 8 y 13 de abril de 2013
No soy una persona que viaje con frecuencia, por lo que este viaje ha supuesto para mi muchas “primeras veces”.
Nunca antes había salido de España, o siquiera tomado un ferry.
Listos para embarcar
He aprendido que cuando uno viaja, vive, experimenta. Conecta con el mundo viendo caras de éste que eran desconocidas hasta que se pisan esas nuevas tierras.
Con tan sólo dos días en Larache ya podía sentir con total claridad cómo este viaje cambiaría mi percepción de la vida.
El torrente de emociones, experiencias, nuevos conocimientos y puntos de vista ha sido tal que he necesitado varios días, tras volver a la realidad del día a día aquí en España, para poder aclararme y ordenar dentro de mí todo lo vivido, para darme cuenta de hasta que punto ha dejado su huella en mí.
Lo primero que se aprecia al entrar en contacto con una cultura diferente es el choque de ésta con la propia. Es cierto que hay muchas similitudes en el día a día de la vida marroquí y española (debido a la globalización, de la que es difícil escapar del todo), pero son las diferencias, sutiles y profundas a la vez, las que le dan su maravillosa identidad al pueblo de Marruecos.
Conocer a la gente marroquí ha sido para mi una auténtica cura de humildad. He de reconocer que no esperaba tantísima hospitalidad y bondad, ya no sólo por parte de los profesores y alumnos de Larache (que se han volcado con nosotros con un trato inmejorable y cercano) sino incluso de cualquier persona con la que nos cruzáramos al caminar por sus calles, que se interesaba por preguntarnos de qué zona de España veníamos y nos daban la bienvenida a Marruecos, siempre con una sonrisa.
Aunque por supuesto ha sido con los profesores, y sobretodo con los alumnos de Larache, con los que hemos creado un vínculo inquebrantable que perdurará por mucho que pasen los años. Kaoutar, Rachid, Samir, Ahlam, Fatouma son sólo algunos de los nombres de nuestros nuevos amigos, hermanos marroquíes.
Ya el primer día, cuando llegamos a Tánger y pudimos verles en la distancia agitando los brazos mientras descargábamos las maletas, nos demostraron el entusiasmo incansable con el que también ellos han vivido esta experiencia.
Centro Lerchundi de atención a niños de Tánger. María del Mar nos atiende y explica el trabajo que desarrollan
Ese mismo día tuvimos la ocasión de ver la ciudad. Nuestra primera parada fue en el Hogar Lerchundi, un centro que atiende niños en situación adversa (sobretodo hijos de madres solteras, desatendidos). Mª del Mar Postigo, Coodinadora general, nos condujo hasta el patio, donde un grupo de niños de distintas edades jugaban felices a juegos que, tengo la sensación, en España se perdieron hace años.
Inevitablemente, mi infancia vino a mi y comencé a sonreír como un niño más.
Los chiquillos no tardaron en acercarse a nosotros para saludarnos con alegría. Recuerdo que me llamó la atención que algunos llevaban camisetas de jugadores de la liga española. El lugar desprendía una calidez y una humanidad que hacía tiempo no sentía, y que se mantendría durante el resto de mi estancia en Marruecos.
Una vez nos mostraron las instalaciones y nos explicaron los métodos de motivar y ayudar en la educación de estos pequeños, tuvimos la ocasión de caminar por las hermosas calles de Tánger.
La ciudad está en constante desarrollo, pero cuenta a su vez con pequeñas decadencias (sin duda por falta de medios) como la falta de conservación de estructuras antiguas.
Ampliación en construcción del puerto de Tánger.
Estructura visible desde un mirador con el puerto al fondo.
Paseamos también por callejuelas estrechas, llenas de pequeños comercios que me trajeron recuerdos del casco antiguo de Marbella (también de origen árabe) en su estructura, pero diferentes en ritmo, color y vida.
De nuevo un contraste que no podía dejarme indiferente.
Kaoutar (derecha) y Ahlam (izquierda), compañeras marroquíes. Foto tomada el primer día en las calles de Tánger.
Al final del día, de camino a Larache, los alumnos y profesores marroquíes volvieron a mostrar su entusiasmo animándonos a bailar música local con ellos en el mismo autobús, práctica que se convertiría de manera casi ritual en un modo de animar los distintos trayectos que realizamos durante toda la semana.
Victor en el animado baile.
Al llegar a Larache, dejamos nuestras maletas en el hotel y cenamos todos juntos en un pequeño restaurante, teniendo ocasión de ver algo más de la ciudad en nuestro camino de vuelta al hotel.
Victor con amigas españolas y marroquíes
A la mañana siguiente fuimos a la costa marroquí. Tuvimos la ocasión de visitar unas hermosas marismas en las que pudimos observar pájaros y paisaje a bordo de barcas motoras (en las que nos repartimos).
Lo que comenzó como un bonito trayecto mirando aves con prismáticos, acabó volviéndose un divertido juego en el que los alumnos españoles y marroquíes en las distintas barcas nos tirábamos agua, o incluso bailábamos pasándonos globos de colores.
Las barca en la que iban los profesores españoles y marroquíes
Algunas de las especies de aves que pudimos ver
Las barcas nos bajaron en una enorme playa donde alumnos marroquíes y españoles jugamos al juego del pañuelo. El largo recorrido de las olas me impulsó a sentarme en la arena y sacar mi cuaderno, donde escribí las primeras trazas de lo que sería este texto.
Distintas vistas desde la playa
Por la noche al volver a Larache, tuve la ocasión de pasear más en profundidad por sus calles, acompañado por una compañera española (Sandra) y dos compañeras marroquíes (Ahlam y Kaoutar).
Lamenté muchísimo no llevar mi cámara, ya fue uno de los momentos más mágicos del viaje. Los colores azul y blanco que pintaban las pequeñas calles parecían brillar de forma diferente bajo la tenue luz que las iluminaba durante la noche, despertando en mi mente una imaginación que pretendía hilar mil historias que podrían perfectamente haber acaecido allí.
El ambiente creado en las calles más anchas y concurridas era inmejorable, con gran cantidad de pequeños puestecitos que vendían desde música hasta pequeños comestibles o utensilios de todo tipo, dotando de un animado colorido el paseo.
Kaoutar y Ahlam nos guiaron por todo ello y, al concluir nuestra ruta, tuvimos la ocasión de visitar brevemente la casa de Kaoutar y conocer a su amable familia, que nos invitó a comer allí el Viernes.
Ahlam, Sandra, Kaoutar y yo, tomándonos un dulce típico marroquí en uno de los puestos.
El Miércoles pasamos el día en la montaña. Hicimos senderismo por unos parajes que nunca habría situado en Marruecos.
Disfruté del paisaje mientras rememoraba tiempos pasados una vez más, cuando hace años hacia senderismo con mi familia. Me entró algo de nostalgia al comprobar que, si bien rendí bien, he perdido algo de mi habilidad para moverme por el campo.
Nuestro guía, Sancho, dotó la experiencia de un humor y una energía que nos despertó y animó a todos.
Foto tomada al inicio de la excursión. El guía, Sancho, sujetando el extremo izquierdo del pañuelo que hasta un momento antes, portaba a modo turbante.
El Jueves lo pasamos en Rabat (Capital de Marruecos).
La primera parada del autobús, antes de llegar, nos brindó la ocasión de ver un poco de la artesanía marroquí, pudiendo ver como trabajan materiales como el mármol y la cerámica.
Nos quedamos embobados viendo la habilidad con la que un artesano marroquí moldeaba la arcilla ayudado por su torno.
Ya en Rabat, visitamos el mausoleo Mohammed V, junto a una plaza llena de turistas desde donde se podía ver la torre Hassam (gemela de la Giralda).
Mustafá, el conductor de nuestro autobús, el cual también disfrutó mucho con nosotros, tuvo el detalle de invitarnos a entrar a las ruinas de Chellah.
Allí escuchamos un sonido hueco constante y rítmico, parecido al de una caja de música de gran tamaño. Cuando miramos a lo alto de las estructuras, vimos que el sonido provenía del pico de las cigüeñas, que tenían tomados con sus nidos casi la totalidad de las torres altas de las ruinas.
Una de las cigüeñas que anidaban en Chellah.
Finalizamos la visita a Rabat visitando sus calles comerciales, donde nuestros amigos marroquíes nos ayudaron a elegir y comprar regalos para nuestros seres queridos de España.
De camino al autobús, ya entrada la noche, me crucé con varios niños que trabajaban vendiendo pañuelos en los semáforos o limpiando zapatos, recordando con un tono agrio las dos caras de Marruecos.
La imagen de grandeza de la que hacen gala lugares como el mausoleo contrastan con esa otra cara, la de un niño de apenas ocho años que trata de buscarse la vida como puede para poder llevarse algo a la boca.
El viernes lo pasé acompañado de mis amigas Sandra y Kaoutar.
Comenzamos con un paseo por Larache. Tomamos té en una terraza desde la que se podía ver el puerto.
Sandra, Kaoutar y yo tomando un delicioso té caliente marroquí de hierbabuena.
El dueño de la cafetería nos habló un poco de los festivales tradicionales de música que llevan años celebrándose en Larache, y nos invitó a presenciarlos cuando volvamos a Marruecos próximamente.
Llegó la hora de comer, y acompañamos a Kaoutar a su casa, donde degustamos un delicioso cous cous junto a ella y su familia.
Comiendo en la finca de Kaoutar, junto a su familia.
Tras jugar un poco con el pequeñín de la casa, fuimos a dar un paseo al puerto.
Aunque ya era por la tarde, se notaba el gran movimiento del que debe hacer gala a diario.
Me impresionó la gracilidad con la que volaban las gaviotas junto a las pequeñas barcas (como si estuvieran suspendidas en el aire) esperando a que los pescadores les echaran alguna de sus capturas que, por la razón que sea, no hubieran podido vender.
Fotograma de un vídeo tomado en el puerto del vuelo de las gaviotas.
Terminamos el paseo volviendo a la ciudad por una zona algo más marginal, donde varios niños jugaban a la pelota.
Me acerqué a ellos y saqué de mi mochila una bolsa de juguetes y material escolar sin usar que había traído de casa.
Cuesta decir esto, porque la cantidad de emociones que me ha transmitido este viaje ha sido inmensa, pero si tuviera que quedarme con un momento, sería con este. Ver la cara de ilusión que ponían los niños cuando les entregaba un pequeño animal de juguete o unos rotuladores de colores, me partió el corazón en pedazos.
Todos daban saltos a mi alrededor mientras me llamaban “tito” (en árabe, pero Kaoutar lo tradujo), pidiendo por favor que no me fuera sin darles algo también a ellos.
Cuando nos reunimos con el resto de compañeros marroquíes y españoles, pasamos todos juntos los últimos momentos del día, deseando que no pasaran las horas, pues a la mañana siguiente tendríamos que partir.
Pero amaneció el Sábado, y llegó el momento de la despedida.
Nuestros amigos marroquíes nos despidieron con regalos, como pulseras que nos colocaban de imprevisto, llaveros con forma de babucha o bonitas postales firmadas.
Cuando el vehículo que nos llevaría al puerto de Tánger estaba listo, tuvimos que separarnos. Nos despedimos sabiendo que conservaríamos un fuerte vínculo, fortalecido por todo lo vivido en esos seis días.
Seis días que, aunque supieron a poco, bastaron para conocer a una gente maravillosa que nos abrió su corazón, forjando una relación de la que surgieron amistades para siempre, recuerdos inolvidables e incluso amores fugaces e imposibles.
¡Muchas gracias a todos!
No puedo más que agradecer la oportunidad que he tenido de formar parte de este proyecto a todas las personas que han organizado y formado parte del mismo.
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