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El cuarto día nos dirigimos a Rabat; pero esta vez por fin nos ambientamos los españoles con un poco de flamenquito, y los marroquíes  se animaron con las palmas. Así que aproveché para enseñarle a  las chicas el “SARANDONGA”.  No se me va a olvidar nunca como balbuceaban y lo difícil que les resultó, pero nos reímos muchísimo.  Andando por unos jardines preciosos, se acercó una mujer alemana que estaba sola por Rabat, era muy hippie y tenía una sonrisa imborrable en la cara. Era de esas personas que te cambian un poco tu vida, era especial. Me contó que había venido con nosotros porque vio que estábamos compartiendo un momento feliz y quería formar parte de él. Dijo que parecíamos amigos de toda la vida.

Y todos juntos fuimos a visitar la tumba de Mohammed V. Desde fuera se oía una voz  fuerte y segura de un  hombre que cantaba el Corán. Aquello me puso los pelos de punta. Fue realmente impactante entrar en aquel edificio  con azulejos árabes de mil formas y tan coloridos. Y mirar hacia abajo y ver aquel hombre pequeño, sentado en un rincón con un librito en las manos mirando a la tumba de su antiguo rey. De verdad que fue emocionante.

Me iba enamorando día a día de la gente, de la comida, de los lugares que visitábamos, de la música que cantaban, de los olores de las calles… y una mezcla de todo eso era el Zoco de Rabat.

Un conjunto inmenso de pequeños  puestos con miles de cosas diferentes, con músicos por las calles estrechas, olores a especias, gente que iba y venía, que compraba y yo que lo miraba todo con cara de  ¡¡“no me quiero ir de aquí por favor”!!