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Por la mañana del séptimo día fuimos a la escuela de marinería de Larache. Allí nos recibieron explicándonos todo con mucha paciencia. Incluso nos dieron un libro en árabe de regalo. Ya no me extrañaba, porque me fui acostumbrando a que los marroquíes nos dieran todo lo que tenían y que agradecieran todo con muchísimo entusiasmo. De verdad les encantaba que les dieras aunque fuera una galleta, y si ellos tenían un paquete, te lo ofrecían entero. Son pequeños detalles los que los hacían diferentes, pero en el mejor sentido de la palabra porque esas cosas no se ven en España.

El mejor ejemplo de generosidad fue una niña que vivía en una casita muy pequeña y muy humilde y sin pensarlo dos veces, nos invitó a comer a doce personas. Además; con dos platos enormes de un delicioso cuscús y té y en fin… mil cosas que no teníamos ni palabras para agradecerle. Incluso nos llenaron las manos de henna, con dibujos de flores y nuestros nombres en árabe.  Luego nos volvieron  a invitar a merendar con mil pasteles y té para todos.

Y la última noche todos bailamos en una fiesta para finalizar el viaje que por lo menos yo no voy a olvidar. En una semana muy intensa, he abierto los ojos y he descubierto que no es necesario  lo material en la vida, sino los grandes momentos que vives con grandes personas. Y cada persona de esta aventura me ha enseñado a ser mejor de una forma o de otra. A valorar más lo que tengo, a agradecer lo que me dan, a ver el mundo con otros ojos. Con los ojos de alguien que va creciendo como persona, que se va haciendo un hueco en el mundo.